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PORTADA
(Elaborada por la revista)
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Emociones y Educación de Calidad: Repensando el ODS 4 desde
la Experiencia Humana del Aprendizaje
Emotions and Quality Education: Rethinking SDG 4 through the Human
Experience of Learning
Christian Ernesto López Machín
christian.lopez.machin@gmail.com
https://orcid.org/0009-0002-6156-1795
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
México
Artículo recibido: 06/11/2025
Aceptado para publicación: 04/12/2025
Conflictos de Intereses: Ninguno que declarar
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RESUMEN
La educación de calidad, promovida por las Naciones Unidas a través del Objetivo de
Desarrollo Sostenible 4 (ODS 4), se concibe como un proceso que trasciende los indicadores
de acceso y cobertura para centrarse en el desarrollo integral de las personas. Este ensayo
analiza cómo la noción de calidad educativa requiere incorporar la dimensión emocional como
parte esencial del aprendizaje y de la práctica docente. A partir del análisis de informes de la
UNESCO y la CEPAL, junto con los aportes teóricos sobre desarrollo emocional y educación,
se argumenta que el bienestar de estudiantes y profesores constituye un factor determinante en
la mejora de la enseñanza y en la construcción de comunidades educativas más humanas. Desde
esta perspectiva, se propone una lectura integral del ODS 4 que considera las emociones como
eje transversal de la calidad educativa. El texto plantea cuatro criterios para avanzar hacia una
educación emocionalmente sostenible: enseñar con vocación, reconocer la identidad del
estudiante, generar experiencias significativas y educar para el bien común socioambiental. Se
concluye que la verdadera calidad educativa no se mide en resultados académicos; se refleja
en la capacidad de los actores educativos para formar personas conscientes y comprometidas
con su entorno. Garantizar una educación de calidad implica asegurar bienestar, sentido y
humanidad en los procesos educativos.
Palabras clave: bienestar docente, educación emocional, desarrollo sostenible
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ABSTRACT
Quality education, promoted by the United Nations through Sustainable Development
Goal 4 (SDG 4), is conceived as a process that goes beyond access and coverage indicators to
focus on the integral development of individuals. This essay analyzes how the notion of
educational quality requires the inclusion of the emotional dimension as an essential
component of learning and teaching practice. Based on reports from UNESCO and ECLAC,
along with theoretical contributions from emotional development and education, it argues that
the well-being of students and teachers is a determining factor in improving teaching and in
building more humane educational communities. From this perspective, the essay proposes a
comprehensive reading of SDG 4 that considers emotions as a cross-cutting axis of educational
quality. It outlines four criteria to advance toward emotionally sustainable education: teaching
with vocation, recognizing students’ identity, generating meaningful experiences, and
educating for the socio-environmental common good. It concludes that true educational quality
is not reflected in academic results; it lies in the capacity of institutions to form empathetic,
aware, and socially committed individuals. Ensuring quality education therefore entails
fostering well-being, meaning, and humanity within educational processes.
Keywords: teacher well-being, emotional education, sustainable development
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INTRODUCCIÓN
Hablar hoy de educación de calidad exige mirar más allá de la cobertura y los insumos. El
Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 4, adoptado por las Naciones Unidas en 2015, fijó un
horizonte ambicioso: garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad a lo largo de
la vida (NU, 2025). Su relevancia es evidente: la educación sigue siendo el medio más eficaz
para la movilidad social, la reducción de desigualdades, la cohesión democrática y, por
supuesto, el progreso de nuestra humanidad. A través del florecimiento de la ciencia, las
humanidades, la tecnología y la innovación (SECIHTI, 2025), la educación se convierte en el
eje transversal donde las personas adquieren los saberes y desarrollan su potencial
transformador. Sin embargo, los avances recientes y el retroceso asociado con la pandemia
por COVID-19, como reciente problemática global tensionan la idea de calidad cuando esta
se mide primordialmente en términos estructurales.
Una breve revisión de antecedentes revela el nudo del problema. La Organización de las
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 2023) documenta
pérdidas de aprendizaje en la mayoría de los países y un ritmo insuficiente para cumplir las
metas de finalización; la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2024)
muestra progresos desiguales en la región y retrocesos en la formación pedagógica del
profesorado. En paralelo, la investigación educativa insiste en que las emociones no son
accesorias al aprendizaje: deben considerarse ejes rectores cognitivos y sociales del mismo
(Mayer y Salovey, 1997; Goleman, 1995; Bisquerra, 2005, 2020). Estudios recientes sobre
bienestar docente confirman que el estrés y la falta de apoyo impactan directamente en la
experiencia de aula y en los logros estudiantiles (Conte et al., 2024). Además, las concepciones
emocionales de quienes forman a los docentes condicionan la práctica y requieren ser
trabajadas en contextos de confianza (Bachler et al., 2023).
La tesis de este ensayo se sostiene en que el ODS 4 no podrá materializar una educación de
calidad si mantiene una definición centrada en indicadores estructurales y deja fuera el
bienestar emocional de estudiantes y docentes, así como la formación socioemocional como
competencia profesional. Releer el ODS 4 de manera humana implica ir más allá del marco
institucional y reconocer que la calidad también depende del clima emocional y de la vocación
docente como dimensiones evaluables y accionables. Esta postura se fundamentará con
evidencias comparadas, con el caso latinoamericano como telón de fondo, y con una propuesta
de criterios para una educación emocionalmente sostenible, y de verdadera calidad.
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DESARROLLO
El ODS 4 en el marco de las Naciones Unidas: una mirada estructural
El ODS 4 organiza la calidad educativa en diez metas globales (4.14.c) que priorizan el
acceso, la finalización, la equidad de género, los recursos y la idoneidad docente en términos
curriculares (NU, 2025). Este objetivo sentó bases sin precedentes. Las Naciones Unidas
encauzaron la problemática y ofrecieron un marco claro: la educación, además de gratuita y
equitativa, debe asegurar que el alumnado adquiera los conocimientos teóricos y prácticos
necesarios para promover el desarrollo sostenible (meta 4.7), aumentar las becas
internacionales (4.b) y fortalecer la formación de docentes calificados (4.c). A estos últimos
criterios, se infiere que las NU le llaman calidad.
Este andamiaje permitió instalar un lenguaje común y una comparabilidad entre países; no
obstante, la noción de calidad que allí domina sigue siendo principalmente tecnocrática. Se
privilegian tasas y coberturas por encima de procesos subjetivos y relacionales. La meta 4.c,
por ejemplo, define a los docentes calificados a partir de requisitos formales mínimos, sin
incluir su autoeficacia o competencia emocional docente sin mencionar su bienestar,
dimensiones que la literatura identifica como pilares del aprendizaje significativo (Bisquerra,
2005, 2020; Mayer y Salovey, 1997). Si la política no nombra estas dimensiones, tampoco las
gestiona ni las financia.
Aun así, las bases del ODS 4 pueden y deben convertirse en vivencias. Desde una perspectiva
estratégica, la visión de las Naciones Unidas radica en alfabetizar a toda la población y
garantizar una educación digna y de calidad. ¿Pero cómo vamos con eso? ¿Será que lo
lograremos?
Avances y limitaciones: Cumplimiento rumbo al 2030
Entre 2015 y 2021 las tasas de finalización avanzaron lentamente: la primaria pasó de 85 % a
87 % y la secundaria superior a 58 %, insuficiente para la meta de 2030 (UNESCO, 2023). La
pandemia fue un punto de inflexión: retrocesos en lectura y matemáticas, e insuficiencia de
dispositivos de apoyo emocional en numerosos sistemas. Conte et al. (2024) muestran que el
sobretrabajo, la burocracia y la incertidumbre deterioraron el bienestar docente; la autoeficacia
y la regulación emocional, en cambio, actuaron como factores protectores. El problema no es
sólo de infraestructura que sigue siendo crítica en muchos contextos, sino de sentido:
aprender implica sentirse seguro, valorado y, por supuesto, vinculado (Goleman, 1995). Aquí
es útil el marco de niveles de concreción curricular: los ODS operan a nivel macrocurricular,
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pero lo que ocurre en aula (nivel micro) motivación, clima, estrategias, entre otros factores
didácticopedagógicos suele quedar fuera del foco de implementación (Sánchez, 2023;
UNIR, 2024). Esta brecha explica por qué mejoras estructurales no siempre se traducen en
aprendizaje profundo.
En cuanto a América Latina y el Caribe, se reporta un crecimiento notable en acceso a la
educación superior de 23.8 % en el 2000 a 58.9 % en 2024, un logro notable, importante
y académicamente gigantesco. Sin embargo, estos informes también señalan que se retrocede
en la proporción de docentes con formación pedagógica mínima (de 83.4 % en el 2007 a 79 %
en 2022), además de mantener brechas territoriales y socioeconómicas (CEPAL, 2024).
La omisión emocional en el discurso global
Dejando claro que la Agenda 2030 mide alfabetización, culminación y distribución de recursos,
así como otros indicadores estructurales, también es evidente que no incorpora de manera
explícita el bienestar subjetivo ni el clima emocional escolar. Esta asimetría lo medible sobre
lo vivible empobrece la comprensión de la calidad educativa, ya que se reduce a términos
macrocurriculares.
En este marco, la educación emocional cumple un rol clave, ya que previene las problemáticas
psicosociales y fortalece la autorregulación, la empatía y el proyecto vital (Bisquerra, 2005;
García Retana, 2012), dentro y fuera de los procesos educativos institucionalizados como lo
pueden resultar las tutorías (Alarcón Neira, 2024; López-Machín, 2025).
La CEPAL subraya la necesidad de reconocer al profesor como mentor y guía, mientras que
Bachler et al. (2023) recuerdan que transformar las concepciones afectivas de los formadores
requiere trabajo explícito sobre creencias, lenguaje no verbal, paralingüístico y mediación
conceptual. El ERCE 2019 de la UNESCO incorporó habilidades socioemocionales en su
evaluación regional; el desafío pendiente es traducir esa innovación en políticas sostenidas e
indicadores del ODS 4.
Como se señaló, las metas del ODS 4 se concentran en garantizar acceso, equidad y resultados
medibles. Sin embargo, en ninguna de ellas se menciona de forma explícita el desarrollo
emocional o el bienestar integral de quienes participan en los procesos educativos. Este silencio
deja claro que la calidad, aunque aparece como palabra clave en el discurso internacional,
permanece abierta a interpretación. Si bien se puede inferir que educar para el desarrollo
sostenible implica formar personas capaces de convivir y cooperar, el componente emocional
queda diluido cuando no se nombra ni se evalúa. El resultado es una visión parcial: se educa
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para el conocimiento, pero no necesariamente para la comprensión humana de ese
conocimiento.
Teniendo en claro que emoción y cognición son inseparables (Beck, 1976; Ellis, 2001; Mayer
y Salovey, 1997), la omisión emocional limita la eficacia de la enseñanza y erosiona la
motivación (Goleman, 1995; Bisquerra, 2020). Bachler et al. (2023) identifican, además, un
punto ciego frecuente: cuesta integrar emociones positivas al aprendizaje y regular el exceso
de entusiasmo cuando obstaculiza la atención. Si el ODS 4 no incorpora estas dimensiones de
manera explícita, seguirá atrapado en una narrativa de rendimiento desanclada de la experiencia
humana del aprender. La UNESCO lo denomina “crisis de sentido” (2006): sin motivación ni
vínculos, la escuela deviene rutina y pierde su razón de ser.
¿Entonces qué implica calidad en la educación?
Reconocer las emociones como parte del aprendizaje no contradice las metas del ODS 4, las
complementa. Si el propósito es “garantizar una educación de calidad” (UN, 2025), entonces
la calidad debe abarcar también la experiencia emocional del aprender y enseñar. Una
educación que forma desde el entendimiento emocional contribuye a la empatía, la cooperación
y la construcción de sentido vital, más allá del mero conocimiento teórico. Educar desde la
emoción, aunque parece una utopía pedagógica, es la base para un aprendizaje profundo, con
sentido, que transforma y humaniza.
La UNESCO (2016) recuerda que una educación de calidad es aquella que ayuda a las personas
a desarrollar sus capacidades, comprender el mundo de manera crítica y participar
constantemente en su transformación. Se trata de formar seres humanos que aprendan con
sentido y se sientan parte de una común unidad comunidad. En esa visión, la calidad
incluye también el bienestar, la motivación, la convivencia y la seguridad emocional, factores
que rara vez aparecen en los indicadores normativos, y solo tres veces en su declaración (p. 39,
p. 50).
Por su parte, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI, 2010) lo resume bien cuando
señala que la calidad se sostiene sobre la equidad, la relevancia, la eficacia y la pertinencia.
Dicho de otro modo: no basta con que todos accedan a la escuela, se necesita que lo que
aprendan tenga valor en sus vidas que lo puedan poner en práctica, que se sientan
acompañados por docentes formados como guías y emocionalmente presentes como
acompañantes, y que la educación responda al contexto social y humano en que se imparte
su propia realidad. La calidad debe sentirse en el aula, en la relación entre maestro,
estudiante, y, sociedad.
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Desde la mirada del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, 2020), tampoco
puede haber educación de calidad sin bienestar emocional. Aprender requiere sentirse
escuchado y valorado. Por eso, el aprendizaje no puede separarse de la experiencia afectiva
que lo acompaña. Escuelas que promuevan valores como la empatía, habilidades como la
resiliencia, sensibilización de la salud mental y puesta en práctica de la cohesión social, serían
ejemplo de este actuar educativo.
En el ámbito académico, varios autores han venido recordando algo que parece obvio, pero que
a veces se olvida. Tedesco (2000) y Torres (2001) ya advertían que la calidad educativa no
puede reducirse a la eficiencia técnica ni a la consecución de metas numéricas. Biesta (2015,
2021) ha insistido en que cuando la educación se convierte en un sistema de mediciones pierde
su sentido más profundo: el de formar personas capaces de comprender el mundo y
transformarlo. Hargreaves y Shirley (2022) también colocan el bienestar en el centro del
debate, recordando que, sin salud emocional, ninguna reforma educativa tiene futuro.
Fullan y Gallagher (2020) agregan que la verdadera mejora educativa surge cuando se
equilibran la equidad, la excelencia y el bienestar, no cuando una se impone sobre las otras.
Sahlberg (2021) lo muestra de forma sencilla con el ejemplo finlandés: cuando se confía en los
docentes y se les da autonomía, el aula florece. Zhao (2020), por su parte, plantea que educar
con calidad es enseñar a pensar, a crear y a adaptarse, no solo a cumplir estándares.
En el fondo, todo apunta a lo mismo: una escuela puede alcanzar todas sus metas y aun así
fallar en su tarea más importante, la de acompañar el crecimiento humano. La calidad, en última
instancia, se juega ahí, en ese espacio invisible donde alguien enseña y alguien aprende, y
ambos se transforman un poco en el proceso.
Por eso, cuando el ODS 4 habla de “educación de calidad”, debemos leer también entre líneas:
educar con calidad implica educar con emoción. Significa enseñar a pensar y sentir, a convivir
y cuidar, y claro, desde una postura socioambiental. Además, una educación de calidad será
aquella en la que el estudiantado deje de ser sujeto pasivo, y se vuelva activo de su propio
aprendizaje. Una educación verdaderamente de calidad no se mide solo en logros; se mide en
la capacidad de transformar vidas.
Hacia una educación emocionalmente sostenible
Considerando esta necesidad de ampliar las metas actuales al marco de las Naciones Unidas
rumbo al 2030, se proponen cuatro criterios transversales que pueden ayudar a orientar políticas
y prácticas, en busca de una educación verdaderamente de calidad:
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Tener vocación
Enseñar con sentido y coherencia ética supone atender el bienestar y la autoeficacia docente,
condiciones que amortiguan el desgaste y favorecen la calidad pedagógica (Bisquerra, 2005).
La vocación docente no se reduce a una disposición natural para enseñar; es una forma de
entender la profesión como un acto de compromiso y coherencia ética. Enseñar con vocación
implica reconocerse en los otros, encontrar sentido en el acompañamiento y sostener la
esperanza incluso en contextos adversos. Más que un ideal abstracto, es una práctica emocional
concreta: la manera en que el docente escucha y se involucra en los procesos de aprendizaje.
El bienestar del profesorado es parte esencial de esa vocación. Bisquerra (2005) advierte que
un docente emocionalmente equilibrado es más capaz de promover climas escolares saludables.
La educación emocional, en ese sentido, beneficia tanto al estudiante como al propio educador.
Tras la pandemia, estudios ya mencionados como el de Conte et al. (2024) mostraron que los
docentes con mayores habilidades de regulación emocional lograron afrontar mejor el estrés y
mantener su motivación, incluso en escenarios de incertidumbre. La vocación, entonces, se
mantiene viva gracias a las condiciones que la nutren: tiempos de reflexión, momentos de
colaboración y acompañamiento institucional.
Cuidar la vocación del docente es también una forma de cuidar la calidad de la enseñanza. Un
maestro emocionalmente agotado difícilmente puede inspirar. Las políticas educativas
deberían reconocer esto y pasar de la retórica del mérito individual al fortalecimiento del
bienestar colectivo en las escuelas. Allí donde un profesor se siente valorado, el aula florece.
Y aunque parezca una obviedad, vale la pena recalcarlo: si un docente ha perdido el deseo de
enseñar, la mediación del conocimiento se vuelve imposible. La enseñanza nace del vínculo, y
sin ese compromiso interno, ningún método o reforma puede suplir la ausencia de sentido.
Darle identidad al estudiante
Aprender solo cobra sentido cuando se conecta con la vida. Ausubel (1968) lo planteó hace
décadas: el aprendizaje significativo ocurre cuando lo nuevo, se vincula con los conocimientos
y experiencias previas. Sin embargo, la educación suele centrarse en programas y evaluaciones,
dejando poco espacio para las historias y emociones de quienes aprenden. Darle identidad al
estudiante significa reconocerlo como sujeto con voz propia, con pasado, deseos y capacidades
que merecen ser vistas.
Este reconocimiento no es decorativo. Cambia la manera en que se vive el aula. Cuando un
estudiante siente que su historia importa, se involucra de otra forma: pregunta más, arriesga
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más, se atreve. No aprende solamente para aprobar, aprende porque lo que pasa ahí le hace
sentido. Programas como Emotions and Learning (Sánchez, 2023) lo han mostrado con
claridad: cuando se expresan las emociones en clase, el rendimiento mejora, sí, pero sobre todo
mejora la manera en que los alumnos se relacionan consigo mismos. La escuela, cuando
funciona así, deja de ser un espacio rígido y se convierte en un lugar donde aprender y ser se
confunden, donde hay permiso para sentirse.
Claro que esto también exige revisar las formas de enseñar. No basta con poner una dinámica
participativa o hacer un mural en equipo. Se trata de abrir espacios de diálogo real, donde las
emociones no se repriman ni se simulen. La educación emocional no enseña a ser ‘feliz todo
el tiempo’; enseña a mirar al otro sin miedo, a escuchar con empatía y a sostener lo difícil sin
desconectarse. Y cuando eso sucede cuando el aula respira humanidad, la escuela recupera
algo que parecía perdido: su capacidad de formar personas para la vida, y no estudiantes para
la academia. Puede parecer un gesto menor, pero preguntar a alguien cómo prefiere ser llamado
es, en realidad, el primer paso para reconocer su identidad y recordarle que es escuchado y
valorado.
Dejar una huella significativa
A veces lo que recordamos de la escuela no es la lección que nos enseñan. En ocasiones lo que
más se nos queda grabado es una mirada, una frase, un gesto, una dinámica. Immordino-Yang
(2015) lo explica desde la neurociencia: lo que nos emociona deja una marca más profunda en
la memoria. Enseñar con emoción es la manera más poderosa de que algo permanezca.
Dejar huella no requiere grandes innovaciones; lo que hace falta son experiencias que toquen
lo humano. Una lectura que sacude, una conversación honesta, un proyecto que despierte
curiosidad o empatía. El arte, el trabajo comunitario, incluso un momento de silencio
compartido pueden volverse aprendizajes duraderos. Lo que emociona, transforma, y en ese
sentido las emociones son una forma de conocimiento.
Y si lo pensamos bien, una educación que deja huella no se mide por las calificaciones. Una
educación que marca es por lo que deja en la vida de alguien. Cuando un estudiante recuerda a
un profesor, una actividad o una experiencia específica que lo cambió un poco o su forma de
ver, ahí está la calidad de verdad. La educación, al final, trata de acompañar el crecimiento, no
de producir meros resultados. Marcar a los estudiantes significativamente es el primer paso
para transformar a la sociedad.
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Educar para el bien común socioambiental
Por último, es importante señalar que la educación no puede llamarse de calidad si no mejora
la vida colectiva. Enseñar para el bien común es enseñar a cuidar: de uno mismo, de los otros
y del entorno. Goleman y Davidson (2017) hablan de cómo la inteligencia emocional y la
ecológica comparten la misma raíz: reconocer la interdependencia. Lo que siento, lo que hago
y cómo trato a los demás está conectado con el bienestar del planeta.
Cuando la escuela deja de promover la competencia como valor supremo y pone el énfasis en
la cooperación, se transforma. Se convierte en una comunidad que aprende junta, que dialoga
y se apoya. Esa es también una forma de cultura ambiental (Cardona-Cerón et al., 2024).
Educar para el bien común ayuda a sanar las fracturas que hay en las aulas, las sociales y
emocionales. Promueve empatía, solidaridad, justicia y compromiso, cuatro palabras que quizá
deberíamos pronunciar más seguido.
Y formar para la sostenibilidad no consiste en añadir un tema sobre el cuidado del ambiente’
al plan de estudios; implica enseñar todo la ciencia, el arte, la historia, la cultura desde la
conciencia de que todo está conectado. Dejar de pensar que el planeta es nuestro hogar, y
comenzar a pensar que somos uno mismo. Cuidarlo es cuidarnos; comprenderlo es recordarnos
que la educación, en su sentido más profundo, es un acto de amor hacia la vida, nuestra vida.
CONCLUSIONES
Pensar la educación desde la emoción no debe ser considerada como una moda pedagógica, ya
que es una necesidad. Si el ODS 4 aspira realmente a garantizar una educación de calidad, debe
atreverse a mirar más allá de las cifras. Ningún indicador puede reflejar lo que ocurre en el aula
cuando un docente enseña con sentido o cuando un estudiante se siente escuchado. La calidad,
entendida en su profundidad, comienza allí: en la relación humana que hace posible el
aprendizaje.
Además, repensar la educación de calidad también exige trascender las políticas
internacionales y aterrizarlas en el plano microcurricular, donde la vida del aula da sentido a
los objetivos globales. Una política educativa no tiene impacto si no toca la experiencia
cotidiana de quienes enseñan y aprenden. La implementación del ODS 4 debe ser transversal,
transdisciplinaria y con una profunda carga emocional.
Este ensayo deja en claro que el bienestar emocional y la vocación docente son tan importantes
como los recursos y la infraestructura. Las emociones no son un complemento del proceso
educativo, son su combustible, son su motor. Ignorarlas ha producido una brecha entre lo que
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la escuela enseña y lo que las personas realmente necesitan para vivir con plenitud y cooperar
cuidando su entorno.
Incorporar esta mirada implica transformar tanto las políticas como las prácticas. No se trata
de añadir nuevas metas, sino de dar sentido a las que ya existen. Evaluar el bienestar, fortalecer
la formación emocional del profesorado y promover comunidades escolares empáticas son
pasos concretos hacia una educación más humana y sostenible.
La educación, al fin y al cabo, no es nada más un medio para el desarrollo: es una forma de
cuidar la vida. Y educar con emoción con conciencia de uno mismo, de los otros y del
planeta quizá sea la manera más auténtica de cumplir con el espíritu del ODS 4.
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Cómo citar este artículo (APA 7ª edición):
López Machín, C. E. . (2025). Emociones y Educación de Calidad: Repensando el ODS 4 desde
la Experiencia Humana del Aprendizaje. Prisma ODS: Revista Multidisciplinaria Sobre
Desarrollo Sostenible, 4(2), 92-106. https://doi.org/10.65011/prismaods.v4.i2.73